El té de las cinco
Amor en carne cruda
Microrelatos de un mundo tan cercano a nosotros como nuestra propia carne.
El té de las cinco
Luís podría llamarse James. Cada mañana emplea más de diez minutos en elegir traje, ocho en la corbata, nueve en el pañuelo de bolsillo y diez en el perfume, el más barato del mercado.
Nunca necesitó gafas, pero las usa para disimular su mirada. Se las baja hasta la punta de su nariz aguileña cuando, al salir de su apartamento, ve subir a la vecina del tercero por las escaleras. Todas las mañanas hace deporte ceñida en unas mallas que se estiran más allá de su límite elástico.
—Buenos días —media sonrisa, una reverencia y mirada descarada a su trasero.
—Buenos días, Luís —ella responde sin dejar de subir por las escaleras—. ¿Se sabe algo de su mujer?
—Exmujer, querida, exmujer —y respira profundamente—. Ayer me llegó una carta de su abogado. El divorcio ya es oficial… Así que, cuando quiera…
Pero ella ya ha desaparecido por el tramo superior de la escalera. Luís asoma la cabeza por el hueco. La ha perdido de vista.
No se resigna.
Sale a la calle dispuesto a ir a la sucursal bancaria donde trabajaba hasta que lo despidieron hace dos semanas. Sonríe a la secretaria a través de los cristales. Todo un galán.
El mundo no se empeña en darme de lado, yo lo acomodo a mis necesidades. Piensa Luís muy resuelto.
No falta a su café y periódico de las diez de la mañana, junto a la sucursal.
A las once vuelve a casa. Justo cuando la vecina sale de nuevo a comprar el pan. Gafas abajo, cejas arriba, saludo con reverencia.
—Estaba pensando en si le apetecería tomar el té a las cinco —propone Luís con confianza.
—¿No será pronto? —responde ella sin detenerse.
—Disculpe, señorita, pero el té siempre fue a las cinco.
—No me refiero a la hora… Ya sabe, acaba de salir de un matrimonio.
—Querida, los matrimonios no terminan cuando firmas un papel, se rompen mucho antes.
—Está bien, me lo pensaré.
—No puede —dijo con la voz más suave que pudo—. Hacer el té no es como preparar café. Requiere su tiempo. Le garantizo que jamás habrá probado algo parecido. Y ya de paso, podemos charlar un rato, conocernos… ya sabe. Como vecinos —una arruga le asoma por la comisura de los labios mientras lanza su sonrisa seductora.
—Está bien, está bien. Pero sólo tengo media hora.
—Será suficiente.
Satisfecho, se despide de ella, da media vuelta y entra a su apartamento. De un vistazo descubre que nada ha cambiado. Los muebles acumulan el mismo polvo, las marcas de las polillas sobre el mueble-bar siguen en su sitio. El olor a naftalina invade el aire y la luz sólo entra como cuchillas entre las persianas rotas.
Luís atraviesa la nube de motas de polvo, se quita la chaqueta, se afloja la corbata y respira hondo.
Entra en su habitación, mira la cama.
—¿Todavía sigues ahí?
La figura de su exmujer permanece inmóvil, como una estatua, desde el mismo día que recibió los papeles del abogado. La sangre dejó de correr hacía dos días por su cuerpo y sus ojos se hundían poco a poco. La boca entreabierta parece querer decir algo. Él la mira, y sonríe.
—Cariño, tenemos una invitada. Hay que prepara el té de las cinco.
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