Navidad en una Botella

 

Navidad en una botella

Sergio Barbancho (@BarbanchoSergio)

La música y el olor a pavo asado entraban por la ventana del lavadero hasta el sofá, donde Jesús permanecía tumbado. Sostenía una botella vacía de Anís del Mono y llevaba un gorro de Santa Claus, encajado en la cabeza, tapándole un ojo.

—¿Y tú que miras? —el icónico mono de la botella no le respondió, estático,  mirando a un lado —. Tú también estás solo, así que no me juzgues. ¿Para qué quieres esos adornos? Ya… Eres una edición especial de Navidad, ¿verdad? ¡Pues que te jodan!

Cerró los ojos inyectados en sangre unos segundos y apretó los párpados.

—Nadie nos valora —la voz era ronca, salvaje y profunda —. No quieren reconocer lo que hacemos por los demás. ¿Acaso hiciste daño a alguien alguna vez?

Jesús se incorporó y el gorro se le deslizó por la coronilla. Abrió un ojo enarcando la ceja, luego el otro, observó la botella y el mono giró la cabeza hacia él. La tiró al suelo. La mano le temblaba. La botella dio media vuelta y la etiqueta se hizo visible.

¿Qué podría responder a la pregunta de semejante visión? Se encogió de hombros, sin apartar la vista de la botella, y se retiró unos centímetros, con disimulo, como para no molestar.

—Pues yo te responderé: no —El mono alzó un dedo, moviéndolo de lado a lado.

—¿Y entonces qué hago aquí, solo?

—Pues resulta que nunca hiciste nada bien, que no es lo mismo que hacer daño. Son egoístas. Si no haces nada por los demás tal vez te lo tengan cuenta… o no. ¿Quién sabe? Pero si lo intentas y fallas te lo recordarán toda tu vida.

—¿Y tú qué sabes de mi vida? Sólo eres un mono.

—¡Gracias por recordármelo! —Sopló un matasuegras y sonrió mostrando la amplia dentadura simiesca—. Reconócelo: nunca has hecho nada bien.

—Al menos sigo vivo —replicó observando el cenicero lleno de colillas.

—Eso no tiene mérito. ¿Queda algo que merezca la pena en tu vida?

Jesús agitó la cabeza durante unos segundos.

—Marisa…

El mono se inclinó hacia delante y sopló de nuevo el matasuegras.

—¡Error! —soltó una carcajada—. Ese fue uno de tus muchos errores —Jesús echó un vistazo a la foto de su exmujer que colgaba de la pared —. Todos te han olvidado, pero tú no los has olvidado a ellos ¿verdad? —Su dedo lánguido y velludo señaló la foto.

—Eso no lo sabes…

—¿Te han llamado? ¿Te han enviado algún mensaje?, ¿una felicitación? —guardó silencio—. ¡Feliz Navidad! He venido a ofrecerte un regalo. Algo que puedes hacer bien por voluntad propia. No fallarás —Jesús entornó los ojos y le miró de soslayo a través de sus ojos vidriosos—. Renacer.

—Renac… —titubeó.

—Aunque para eso, antes tendrás que morir. ¿Estás preparado? —le preguntó  el mono apuntando con el dedo hacia la terraza —Allí está mi regalo.

Jesús se puso en pie y caminó a la terraza, tembloroso. El viento frío le golpeó el rostro, la nariz se enrojeció, todo lo demás palideció.  El aire estaba cargado de sonidos de fiesta y en el vecindario cada rincón se iluminaba con luces de colores que parpadeaban y parecían flotar.

Sólo necesitó dar un paso en la terraza.

—¡Feliz Navidad, vecino! —La voz venía del balcón contiguo. Su vecina, de unos treinta años y dos niños a su cargo, bailaban sin sentido.

Ella llevaba todavía la marca del anillo grabada en su dedo y una sombra púrpura, difuminada bajo el maquillaje, en la mejilla derecha.

Los mofletes de Jesús recuperaron el color. Ella le entregó una pandereta y le invitó a cantar con ellos.

—No sé cantar —dijo Jesús.

—Ni yo bailar —respondió la vecina mientras daba vueltas con sus hijos en brazos, que se golpeaban la barriga mientras lloraban entre carcajadas—. Pero por algo habrá que empezar, ¿no?

Perplejo, tocaba la pandereta mientras ella bailaba sin parar.

Cuando echó la vista atrás, la botella estaba llena y el sello intacto.

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